Thursday, January 16, 2020

Tras la pista de civilizaciones perdidas



Tras la pista de civilizaciones perdidas
Por Scott Corrales (c) 2020

Según algunos antropólogos, la vejez de las culturas se deja entrever por la existencia de las ‘deidades del fuego’ – representantes de una época en que los humanos estaban a la merced de incendios súbitos, ya fuese como consecuencia de actividad volcánicas, tormentas eléctricas o hasta tormentas de plasma. Hasta dioses como el Huehuetotl mesoamericano lo delata su nombre: ‘hue hue’ significa muy viejo, sumamente antiguo. Se trata de una deidad primigenia de los incendios que atosigaban a los humanos de aquellos lejanos tiempos, que vivían en circunstancias que experimentan en la actualidad las poblaciones de Australia y California, siempre a la merced de las conflagraciones.

Pero estos mismos antropólogos nos quieren presentar culturas primitivas (de sandalia y taparrabo, por así decirlo) ignorando la posibilidad de que nuestro pasado lejano – el pasado profundo de la especie – estaba ocupado por culturas avanzadas. Lejos de pastores neolíticos, las excavaciones en Gobekli Tepe (Turquía) nos han obsequiado los restos de una cultura megalítica impresionante, con la posibilidad de existan aún más estructuras enterradas bajo la superficie, carnada para arqueólogos futuros, si es que nuestra especie tiene futuro.

Investigadores como Randall Carlson han sugerido la posibilidad de que los restos de un cometa impactaron contra nuestro mundo hace doce mil años, chocando con fuerza descomunal contra la extensa capa de hielo que existía en Canadá, produciendo una monstruosa marejada de hielo y roca de miles de toneladas que se abalanzó hacia el sur destruyendo todo a su paso, causando un aumento de cuatrocientos metros en el nivel del mar. El impacto, según Carlson, desencadenó el periódo geológico conocido como el joven Dryas, que causó un bajón de cinco grados centígrados a nivel mundial, con una duración de mil trescientos años.

Podemos deplorar las consecuencias devastadoras de este fenómeno sobre la megafauna y los primitivos cazadores en pieles que nos ofrecen Hollywood y los cómics, pero ¿qué habrán sentido las antiguas culturas antediluvianas? Se nos hace difícil concebir la destrucción repentina de ciudades trituradas por piedras de miles de toneladas de peso.

“Através de los valles de los ríos Mississippi y Ohio se encuentran todas clases de estructuras antiguas”, escribe el destacado autor John A. Keel en su obra Disneyland of the Gods (Nueva York: Amok Press, 1987), “y los restos de una civilizacion que pudo haberse comparado a las primeras civilizaciones del valle del Indo en la India y en el Nilo de Egipto. Las investigaciones en las capas superiores de los llamados «montículos indios» han revelado artefactos de hierro, cobre y distintas aleaciones. Los indios norteamericanos carecían de conocimento alguno sobre la metalurgia, y se limitaban a forjar hachas de hierro meteórico, una sustancia tan poco común que las hachas se reservaban para ocasiones religiosas y ceremoniales. Sin embargo, se han encontrado armaduras de cobre, diestramente confeccionadas de tubos de cobre, en algunos montículos. Existe un gran número de esqueletos con narices de cobre, aparentemente parte del rito de entierro; preparaciones tan delicadas y complejas como el procedimiento egipcio de la momificación”.

“En la región de los Grandes Lagos existe una red de antiguas minas de cobre”, prosigue Keel. “Algunas de éstas minas estaban en uso hace dos mil años, y debieron haber requerido miles de obreros para extraer y refinar el mineral. La cultura india giraba en torno a puntas de flecha de sílex y pieles de animal, no a la minería y a la metalurgia...La evidencia concreta que hallamos através de todo el continente señala que una cultura adelantada floreció aquí mucho antes de la llegada de los indios através de su cruce mítico del estrecho de Bering. Debido a que los montículos, templetes etc., son sorprendentemente parecidos a los que se encuentran en Europa, Asia y hasta las lejanas islas del Pacífico, podemos especular que dicha cultura fue mundial. Probablemente alcanzó su cenit antes de la glaciación hace diez mil años, y deterioró debido a las catástrofes geológicas. Esta cultura realizó mapas del planeta entero, y fragmentos de esos mapas sobrevivieron el paso de los siglos hasta que llegaron a las manos de Colón. Los gigantes, que una vez habian cargado enormes bloques de piedra de un lugar a otro, y construyeron los monolitos que aún se yerguen sobre todos los continentes, gradualmente decayeron a un estado salvaje y fiero, motivados a ello por la necesidad de sobrevivir. Posiblemente la Atlántida no se haya hundido bajo el mar. Tal vez estemos viviendo en ella.”

A comienzos de la década de los ’70, la revista Wild West publicó un trabajo de Ed Earl Repp—escrito en 1899-- acerca de las investigaciones de los arqueólogos H. Flagler Cowden y su hermano, Charles C. Cowden en torno a los misterios del oeste estadounidense y las antiguedades del desierto. Repp afirma haber estado presente cuando los hermanos Cowden desenterraron la osamenta de uno de los seres humanos de mayor estatura y antigüedad hallados en los Estados Unidos. Los Cowden afirmaron que el fósil se trataba de una hembra gigante que perteneció a una raza de seres antiguos que desapareción cien mil años atrás. Carentes de los sistemas de datación radiactiva que disponen nuestros sabios actuales, los hermanos determinaron la edad de los huesos con base a la cantidad de sílice presente en la arena y tierra que rodeaba su descubrimiento, así como el grado de cristalización de la médula ósea. Como si fuera poco, el hallazgo también incluyó osamentas de mamíferos prehistóricos y restos vegetales.

Cabe preguntarse qué fue de estos restos, ya que habrán ido a parar al sótano de algún museo. La cúpula antropológica estadounidense suele hacer caso omiso de tales descubrimientos, afirmando que los supuestos hallazgos de gigantes suelen corresponder a mamíferos erróneamente identificados o, en el peor de los casos, intentos por parte de investigadores “creacionistas” por encajar la ciencia con el dogma religioso de las sectas evangélicas (caso de las fascinantes huellas del rio Paluxy).

Pero el descubrimento de los Cowden no acababa ahí. Escribe Repp que el hallazgo – realizado en el Valle de la Muerte de California – tenía detalles adicionales, tales como la presencia de extraños “botones” a lo largo de la espina dorsal que sugerían la posibilidad de que dichos seres tuviesen cola; los incisivos en la mandíbula de la giganta también eran más grandes que los del hombre neandertal o Cro-Magnon. Más interesante aún resulta la teoría postulada por estos arqueólogos del siglo XIX en cuanto a la extinción de estos primates: en la lejana época en que estas criaturas caminaron sobre la tierra, el Valle de la Muerte era un pantano tropical; pero la repetina llegada de la primera glaciación tomó por sorpresa a los habitantes de este mundo primigenio, congelándolos con feroces vientos y hielos que acabaron aplastando la zona bajo múltiples capas de lodo glacial.

¿Fueron estos seres simios gigantes como el gigantopiteco u otro género de seres que caminaron las tierras del continente americano en la noche de los tiempos? ¿Serían los ancestros de los allegewi expulsados por la llegada de tribus humanas de estatura más corta?

Bourke Lee en su libro Death Valley Days y el investigador de los sobrenatural Vincent H. Gaddis en su trabajo Tunnel of the Titans nos hablan de otras culturas que se pierden en la noche de los tiempos. Ambos autores coinciden que en 1920, Tom Wilson, un explorador indio, afirmó que su abuelo había descubierto la cavernas del Valle de la Muerte y se había pasado tres años explorándolas, entrando en contacto con seres que “hablaban un lenguaje raro, consumían alimentos muy extraños y usaban vestimenta hecha de cuero”.

Poco antes de que el taciturno Wilson diera a conocer su historia, el gambusino Albert White sufriría un accidente en una mina abandonada del puerto de montaña de Wingate que confirmaría la narración del indígena: el buscador de oro cayó por un agujero en el piso de la mina, yendo a parar a galerías totalmente perdidas de la antigua operación minera. Abriéndose paso por la galería, White encontró una serie de cuartos en los que silenciosamente imperaba la muerte: cientos de momias vestidas en extrañas ropas de cuero, algunas de ellas colocadas en nichos, otras sobre el suelo, y otras más sentadas en torno a mesas.

Pero la sed de oro venció el temor del gambusino ante tan macabro espectáculo: White afirmó haber encontrado lanzas, escudos, estatuillas y pulseras de oro repartidas por doquier. Otras cámaras contenían oro en lingotes y recipientes llenos de piedras preciosas. La arquitectura subterránea parecía corresponder a la megalítica, con enormes losas de piedra que servian de puertas, montadas sobre goznes invisibles. El gambusino White alegadamente regresó varias veces a las catacumbas de los Shin-Au-Av en tres ocasiones, acompañado por su mujer en una de estas visitas y por su socio Fred Thomason en otra.

Y sería Thomason el que informaría al escritor Bourke Lee acerca de los detalles del reino bajo las montañas, diciendo que se trataba de un tunel natural de más de veinte millas de extensión que atravesaba la ciudad subterránea, las bóvedas de tesoro, los aposentos reales y las cámaras del consejo, conectándose con otra serie de galerías o respiradores en las laderas de la cordillera Panamint que parecían ventanas y que dominaban el Valle de la Muerte desde una gran altura.

El socio del gambusino especuló que dichos respiraderos eran, en efecto, entradas que habían sido utilizados para embarcaciones que navegaron las aguas del Valle de la Muerte – hace más de cien mil años, cuando había agua en dicho lugar.

Pero la narración de Bourke Lee no se detiene en ese detalle. Thomason regresó posteriormente con el indio Tom Wilson, actuando de guía para un grupo de arqueólogos profesionales que pudieron poner su natural escepticismo a un lado para ir en pos del misterio, pero no hubo manera de encontrar la entrada a la ciudad perdida de los Shin-Au-Av – como si jamás hubiese existido. Wilson y su grupo encontraron un pozo de mina “que no tenía derecho a estar ahí”, según cita textualmente Bourke Lee. Al descender, los exploradores encontraron que se trataba de un pozo ciego. Se intercambiaron acusaciones de fraude cual saetas, pero tanto Thomason como Wilson gozaban de buena fama en la región desértica de California y la opinión final fue que algún terremoto había causado el desplome que negó el acceso a la ciudad perdida.

¿Existe, pues una ciudad perdida debajo de la cordillera Panamint, legado de una civilización norteamericana que existió hace decenas de milenios? No lo sabemos. Sí es cierto que el Valle de la Muerte y sus regiones aledañas han sido exploradas desde el siglo XIX por gambusinos y otros buscadores de fortunas. El más famoso de ellos, “Death Valley Scotty”, consiguió amasar una fortuna considerable y hacía alarde de saber como llegar directamente hasta la ciudad perdida, pero se llevó su secreto a la tumba. Como ha especulado el autor George Wagner, es muy posible que la riqueza casi inexhaustible de Scotty, que puede apreciarse hasta el día de hoy en su mansión al borde del Valle de la Muerte, haya provenido de la milenaria ciuad de los Shin-Au-Av.
Pero el reino bajo las montañas no desaparecería para siempre.

En 1931, F. Bruce Russell, médico jubilado y buscador de tesoros, supuestamente visitó el Valle de la Muerte para explotar una concesión minera cuando – al igual que sucedió con el abuelo de Tom Wilson – la tierra cedió y el gambusino acabó en una cueva que contenía varias habitaciones. Pero en vez de momias vestidas de gamuza y oro por todas partes, Russel encontró varias momias gigantes cuya estatura superaba los ocho pies de estatura (2.5 metros) así como restos de antorchas antiguas que habían sido humedecidas en brea. Más inquietante aún era el montón de enormes huesos animales que ocupaba parte de la cueva.
Russell salió del agujero para regresar varias veces en años posteriores, investigando la caverna y los pasillos que la conectaban a otras estructuras bajo la superficie del desierto y a siete millas de su entrada accidental a este mundo de tinieblas. Pudo advertir que muchos de los pasillos habían sido obstruidos para siempre por derrumbes, pero aún así pudo investigar treinta y dos cuevas que parecían ocupar un espacio de ciento ochenta millas cuadradas bajo el Valle de la Muerte y el sureste del estado de Nevada.
Uno de los supuestos descubrimentos de mayor interés para Russell fue una sala que conservaba los restos de dinosaurios, tigres diente de sable y mastodontes, colocados de manera ordenada para fines de veneración.

En 1946, Russell se acercó a Howard Hill, amigo personal y vecino de Los Angeles, California, para formar una organización destinada a explotar la indudable importancia de este mundo importancia. Hill y varios asociados acompañaron a Russell y entraron en las tumbas, viendo con sus propios ojos no sólo las osamentas de bestias prehistóricas sino también las momias gigantes.

El 4 de agosto de 1947, Howard Hill emitió un comunicado de prensa advirtiendo a mundo sobre el sensacional hallazgo que cambiaría no sólo el concepto existente de la América primitiva, sino de la historia humana. Curiosamente ningún periodista se interesó en el asunto y la ciencia hizo caso omiso. Sumamente molesto, Russell decidió que la única manera de interesar al publico sería convocar una rueda de prensa en la que presentarían artefactos extraídos del descubrimento subterráneo.
Una rueda de prensa que, por cierto, jamás llegó a celebrarse.

Siempre según Howard Hill, el automóvil que conducía Russell apareció abandonado en el desierto sin rastro de su propietario. En el asiento trasero estaba un portafolios vacío, que supuestamente estaba lleno de dinero y algunas muestras tomadas de las galerías subterráneas. Los familiares del explorador dieron parte a las autoridades, y por más pesquisas que se hicieron, nadie jamás volvió a saber de F. Bruce Russell.
El controvertido autor italiano Peter Kolosimo causó furor entre los entusiastas de la criptoarqueología y los estudiosos con su libro “Timeless Earth” (1968) en donde el autor nos informa que la cultura de los Hsiung-Nu no tenía nada que ver en absoluto con los hunos que devastaron Europa en el siglo V de nuestra era. Lejos de ser salvajes al galope, los Hsiung-Un tenían una cultura bastante avanzada que rendía culto a las estrellas y cuya capital se localizaba en las desoladas regiones de la cuenca del Tarim (a poca distancia de la instalación de pruebas nucleares de Lop Nor en la republica china). Los puntos de contacto entre esta civilización y la desparecida cultura de los mitanni eran más estrechas que con otros pueblos asiáticos. La mayoría de los textos de historia aportan poco sobre esta raza olvidada. Uno de ellos nos dice escuetamente que “según algunos investigadores, los hunos eran descendientes de los Hsiung—Un, un pueblo siberiano que se asentó entre el lago Balkhash y Mongolia en el siglo IV a.c.” . Un mapa nos muestra que la extensión de este reino llegaba hasta las fronteras de Corea, aunque el mismo mapa nos indica que la “residencia del jefe de los Hsiung-Un estaba en las riberas del río Ongin en Mongolia. En el 209 a.c., Mao-tun se convirtió en emperador de los Hsiung-Un e hizo que China le pagara tributo.

Según Kolosimo, el padre Duparc, un explorador francés, llegó a las ruinas de la supuesta capital de los Hsiung-Un en 1725, hallando una serie de monolitos que aparentemente habían formado parte de un adoratorio. Otros descubrimientos incluían una pirámide de tres escalones y un palacio real “con tronos adornados con imágenes del sol y la luna”. Las expediciones posteriores encontraron joyas, armas y adornos, pero no encontraron las ruinas vistas por Duparc, ya que estas habían desparecido debido a la acción de las tormentas de arena. Un equipo de investigadores soviéticos llegó a la región en 1952 y descubrió la punta de una estructura monolítica parecida a los monumentos de Zimbabue en el sur de Africa. De acuerdo con los textos tibetanos examinados por los sabios de la expedición rusa, la ciudad sin nombre de los Hsiung-Un había sido destruida por un “cataclismo de fuego” que arrasó con la civilización y redujo sus sobrevivientes al barbarismo.

No obstante, la relación entre los Hsiung-Un históricos y los creadores de las ruinas misteriosas parecen ser pura coincidencia. Es muy posible que los avanzados pobladores de la arruinada ciudad de la cuenca del Tarim tuviesen más en común con los “tocarios” de las crónicas antiguas, y cuyas momias fueron halladas en 1997 cerca de la ciudad china de Urumchi. Es posible que las exploraciones petroleras que toman lugar actualmente en el desierto del Takla Makan puedan aportar más información sobre esta civilización olvidada y su misteriosa ciudad. Existe una oportunidad valiosa en el uso de dispositivos de detección a distancia como el SIR-CX-SR, desplegado por primera vez en el trasbordador Discovery en 1994 para discernir las estructuras ocultas a lo largo de “la ruta de la seda”. Este sorprendente sistema radárico es capaz de descubrir objetos enterrados en la arena hasta 3 metros de profundidad. Se utilizaron dispositivos semejantes para localizar con la ciudad perdida de Ubar en el Hadramaut (entre Yemen y Omán en la península arábica).

1 Comments:

Blogger alex said...

Genial. Sería bueno que continuaras hablando de este tema

5:11 PM  

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